Traemos aquí este interesantísimo artículo de la página Lex Orandi, escrito por el gran liturgista Adolfo Ivorra, sobre el lavatorio de los pies.
Cada Jueves Santo se puede apreciar en algunas parroquias una "infidelidad litúrgica" en el lavatorio de los pies. Hace unos años escribí algo sobre ello y creo que es un buen momento para presentarlo a un público más amplio. Pero antes, es hora de presentar la rúbrica correspondiente:
Lavatorio de los pies
6. Los varones designados, acompañados por los ministros, van a ocupar los asientos preparados para ellos en un lugar visible a los fieles. El sacerdote (dejada la casulla, si es necesario) se acerca a cada una de las personas designadas y, con la ayuda de los ministros, les lava los pies y se los seca. (Misal Romano: reimpresión actualizada de 2008, p. 263).
Lotio pedum
10. Completa homilia proceditur, ubi ratio pastoralis id suadeat, ad lotionem pedum.
11. Viri selecti deducuntur a ministris ad sedilia loco apto parata. Tunc sacerdos (deposita, si necesse sit, casula) accedit ad singulos, eisque fundit aquam super pedes et abstergit, adiuvantibus ministris. (Missale Romanum, a. 2002)
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Sin obviar una continuidad con el sacerdocio veterotestamentario –que ponen de manifiesto los antiguos sacramentarios– que, por otro lado, es un testimonio más de la masculinidad del sacerdocio del Dios vivo, la vinculación con Cristo –desarrollada de manera magistral por la carta a los Hebreos– es una vinculación no meramente referencial, causa-efecto, o de otro tipo más o menos extrínseco. En otras palabras, la vinculación existente entre el sacerdocio de Cristo considerado desde la perspectiva del signo, es propiamente la vinculación existente entre los signos sacramentales, tal como lo afirma santo Tomás: «Los signos sacramentales tienen un valor representativo en base a una semejanza natural» [1]. En otras palabras, el signo sacramental no hace referencia a la virtus proveniente de Cristo que hace posible –como si de sólo poder espiritual se tratara– el poder del presbítero/obispo concreto, sino que el signo sacramental hace referencia a una historia salutis donde se desarrolla esa virtus. Y esa historia salutis a la que hace referencia el signo litúrgico, asume toda su dimensión histórica, también en sus mínimos detalles: no se hace memoria de la virtus de Cristo, sino de Cristo mismo, y Cristo fue y es varón[2]. Por tanto, el deseo de virtus eclesial, sea este un poder jurídico, sacramental o doctrinal, es en el fondo una búsqueda de ‘poder’ en la Iglesia, como ya lo han mostrado varios teólogos[3]. Pero ese deseo no se queda en lo sociológico –la mujer que asume papeles masculinos– sino que la búsqueda de ‘poder’ redefine todo, incluso el sacerdocio. Por tanto, no es de extrañar que la única mirada que se hace de la participación del sacerdocio de Cristo en un presbítero/obispo concreto sea una mirada reductiva, centrada en la virtus de la que el presbítero/obispo dispone, olvidando que esa virtus no es un ‘poder’, un privilegio dado a título personal por el hecho de ser «elegido», ya sea directamente por la comunidad o por medio del obispo. Creo que este es un ejemplo más de la cosificación que –quizás por culpa de una mirada jurisdicista de la Iglesia– se aplica incluso a lo litúrgico. Es también un ejemplo de que el olvido de la historia salutis sigue estando presente, y que la vuelta los Padres, los teólogos monásticos y a la liturgia en general no ha logrado una consciencia colectiva, que vaya más allá de un grupo de teólogos. Y la culpa de esto no lo tienen ni los teólogos ni la liturgia, sino la concepción jurisdicista y de jerarquía de poder que se sigue imponiendo a muchos, laicos y clérigos, olvidando que el tempus Ecclesiae no es otra cosa que la continuación de una gran historia salutis, en la que Dios manifiesta y realiza sus designios. En cuanto a los designios, la Iglesia no escapa de ellos. Desde esta perspectiva, la concepción de la anámnesis de Odo Casel no parece tan disparatada: se centra no en una virtus que bien podría estar desligada de la historia salutis, sino que se une íntimamente con la historia salutis: «explica el culto como presencia de la Historia de la Salvación y, a partir de aquí, construye una teología que tiene por objeto el misterio de Cristo. La teología recupera así la dimensión histórica»[4].
Recordando un poco en primer capítulo, nos damos cuenta del valor dogmático de la Tradición, también en este aspecto. Si la dinámica interna del signo litúrgico hace referencia a una historia salutis sexuada –es decir, no etérea ni hegeliana–, parece lógico que el tempus Ecclesiae, sintetizado con la expresión ‘Tradición’, sea consecuente con los principios del signo litúrgico. Más allá de argumentos rebuscados sobre casos históricos aislados, nos centramos en un tiempo litúrgico que, por ser central, recoge en él ceremonias antiguas. Baumstark lo deja claro: «primitive conditions are maintained with greater tenacity in the more sacred seasons of the Liturgical Year»[5]. De ahí que nos centremos en el Triduo Pascual, lugar que sin duda reviste una gran sacralidad y en el que es fácil ver elementos primitivos.
Si bien el sacerdocio del presbítero y del obispo son una participación del sacerdocio de Cristo, la sucesión apostólica, como su mismo nombre lo indica, se sustenta en el colegio apostólico y, como la configuración del colegio apostólico –en los evangelios– y sus acciones –como vemos atestiguados en el libro de los Hechos– pertenecen a la historia salutis, parece lógico que la masculinidad del colegio apostólico no sólo sea vista como continuidad lógica con la de Cristo, sino que ella misma sea modelo y testimonio «dogmático» de la masculinidad, por lo menos, del episcopado. En el Triduo Pascual, si bien es un rito accesorio, el lavatorio de los pies no sólo se muestra como una expresión del mandato del servicio, sino que, al ser todo acto litúrgico un memorial de un acto histórico-salvífico, el sentido más profundo del lavatorio no puede ser un acto teatral moralizante: el servicio y el amor a los hermanos se ponen como ejemplo de conducta, pero dentro de un ámbito litúrgico, con todo lo que implica. Aunque esta enseñanza moral se desprende de este acto litúrgico –y de paso es casi el único aspecto que se resalta en la predicación–, la naturaleza de la liturgia es primeramente cultual y no catequética. En otras palabras, la lex orandi no está unida a una praxis, sino que pasa por una lex credendi concreta, y sólo desde ahí a una lex agendi fruto de ambas. Los personajes que intervienen en el lavatorio de los pies tienen que ser, siguiendo la literalidad sexual de la historia salutis, hombres. Cuando es realizada por el Papa en Roma, reviste su sentido sacramental más profundo: los apóstoles eran portadores de la gracia del episcopado. Por tanto, pasar por alto la rúbrica que especifica que los elegidos a ser lavados los pies tienen que ser varones, significa violentar la historia salutis a la que se hace referencia, eliminando el memorial y presentando así un teatro moralizante. Este teatro se construye bajo una eclesiología propiamente protestante: los miembros de la comunidad que son elegidos para que se les laven los pies no son símbolos de los apóstoles, sino delegados representativos de la comunidad, haciendo de dichos elegidos como el «senado» de la comunidad. Dentro de este planteamiento es lógico que el presbítero les lave los pies: está a su servicio, pues su sacerdocio depende de la comunidad. Se ve fácilmente que el plano sacramental es dejado de lado. La comunidad –o la Iglesia– no se edifica sobre el sacerdocio sino a través del ‘poder’. Cuando se eligen mujeres en vez de varones para este rito, esto se pone claramente de manifiesto. El problema, sin embargo, no radica sólo en esta eclesiología: por más que se sea fiel a la rúbrica, esa celebración nunca tendrá la expresividad que tiene la liturgia papal: los elegidos son sucesores de los apóstoles. Sin embargo, en la celebración episcopal este rito no pierde del todo su fuerza.
Precisamente es en la liturgia episcopal donde encontramos en sentido propiamente ministerial-sacerdotal de este rito. Así en el rito hispano y en el milanés nos damos cuenta de que no se trata de un teatro sino de que el Jueves Santo es sin duda el día de la institución del sacerdocio, pero que éste no se limita a la eucaristía, sino también a la llamada ‘liturgia de la vida’[6]: «el gesto ritual del lavatorio de los pies o “mandatum” no se tiene dentro de esta celebración [del Jueves], sino aparte, en la sacristía o en la casa del obispo, y sólo con el clero (este último aspecto se encuentra en la liturgia milanesa: el lavatorio de lo pies se hace en casa del obispo, con el clero, que luego cenan con él)»[7]. Creo que ambas liturgias expresan no sólo el sentido sacerdotal-ministerial del rito, sino que expresan la intimidad del rito, del mismo modo que en el texto bíblico, donde sólo concierne a Jesús y a sus discípulos[8]. En el modelo episcopal, por tanto, sin dejar el plano sacerdotal-ministerial del rito, por limitaciones lógicas, elige a varones no obispos. En este sentido, se decanta por una eclesiología de la colaboración obispo-clero: la Iglesia –en este caso particular– se constituye por el sacerdocio del obispo –pastor supremo de su diócesis– y por la colaboración de su presbiterio. No obstante, esta explicación puede estar limitada en su perspectiva, que depende de nuestra comprensión sacramental, pues la consciencia del episcopado como grado distinto del presbiterado no estaba establecida en esa época. En este caso, para sus celebrantes, el rito tendría la misma expresividad que en la liturgia papal. En definitiva, la Iglesia a través de sus liturgias no sólo ha conservado en sentido sacramental del rito del lavatorio, sino que ha sido fiel a la historia salutis –como lo vemos hasta en el hecho de cenar el obispo con su clero–, asumiendo no una virtus etérea, sino la condición sexuada de sus participantes, imposible de desligar de la dimensión sacramental. La lex credendi que se desprende de este rito es la indisolubilidad del servicio y del amor a los demás en la vida del presbítero de la dimensión cultual de su ministerio, el carácter masculino del episcopado/presbiterado y que en la liturgia la mímesis no es necesariamente mimética teatralidad, sino que como parte de la liturgia, asume también su naturaleza anamnética, con todas sus consecuencias.
A. Ivorra, Compendio de liturgia fundamental. Lex credendi-Lex orandi, Valencia, 2007, 232-237.
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