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sábado, 10 de septiembre de 2011

Nuestros Mártires III - Beato Miguel Beato Sánchez


Miguel Beato Sánchez, “Miguelillo”, como le conocían sus paisanos, nació el 10 de abril de 1911 en el nº 3 de la calle Toledo, en La Villa de Don Fadrique, provincia y arzobispado de Toledo, situada en el centro de la gran llanura manchega toledana. Fue el tercero de siete hermanos: Domingo, su gemelo, muerto a los tres años; Juan y Mª Esperanza, fallecidos en su juventud de modo edificante, y Mª Teresa, Mª Dolores y Jesús, que conocieron y pudieron ser testigos de la santidad de su hermano Miguel.

Esta numerosa familia fue el fruto del matrimonio de sus padres, Miguel Beato López y Andrea Sánchez Villanueva, quienes se destacaron por ser humildes y sencillos trabajadores. Buenos cristianos y temerosos de Dios, dieron a sus hijos una buenísima educación centrada en el amor a Dios y a la Iglesia, en el trabajo y el sacrificio. Prueba de ello fue que, junto con Miguel, tres de sus hijas abrazaron la vida religiosa en el Instituto secular “Alianza en Jesús por María”, movimiento eclesial que, fundado por el P. Antonio Amundarain en los años veinte, conquistó, por su carisma de consagración virginal en medio del mundo, los corazones de un buen grupo de jóvenes fadriqueñas.

Dos días más tarde de ver la luz de este mundo, nuestro mártir fue bautizado en la Iglesia Parroquial de la Asunción de Nuestra Señora de La Villa de Don Fadrique. En su misma parroquia completaría la iniciación cristiana pues, siendo aun muy niño, como era costumbre en la época, recibió el sacramento de la Confirmación el día 14 de junio de 1916 de manos de Mons. Juan Bautista Luís Pérez, obispo auxiliar de Toledo y, en la primavera de 1917, recibiría con gozo por primera vez a Jesús Eucaristía, a quien amó intensamente desde aquel momento.

El ambiente religioso de toda la familia fue indudablemente buen “humus” para el nacimiento y desarrollo de la vocación al sacerdocio que Miguel sintió desde su niñez. Todavía muy pequeño, relata su hermana Teresa, se advierten en él inclinaciones buenísimas y la vocación sacerdotal. Para imitar al sacerdote que él veía celebrar la Santa Misa, formaba en casa diversos altares, se colocaba delante y detrás, a modo de casulla, dos baberos alargados de los que los niños usaban para comer y, según él, celebraba la Misa. Sus abuelos y sus tíos, profundamente cristianos, deseaban tener un sacerdote en la familia. Su ilusión era que el primer nieto, ya mayorcito (Juan), fuese al Seminario, pero éste nunca tuvo vocación, y Miguel, que oía decirle a su hermano que fuera sacerdote y viendo que se negaba a ello, decía casi sin saber hablar “-yo, bela, yo seré cura”.

La infancia y juventud de Miguel fueron bien aprovechadas en acumular virtud y ciencia. Aprendió las primeras letras con facilidad, especialmente el catecismo, pues todo lo de Dios le llenaba de verdad. Asistía a la doctrina y siempre se distinguió por su aplicación y formalidad. Nunca le gustó regañar con los niños y, cuando alguno le pegaba o reñía él se retiraba y a su madre le decía “-Madre, yo huyo”.

Obediente lo fue de una forma excepcional, de tal modo que prontamente obedecía a su madre y a todos, y se adelantaba incluso a hacer lo de sus hermanos cuando alguno se rezagaba, y decía “yo lo haré, madre”. Se puede decir que, a pesar de las cosas de niño que como todos también Miguel tenía, fue un buen hijo, un buen hermano y un buen amigo.


 Miguel, seminarista

Llegó al pueblo de La Villa un sacerdote joven muy celoso y, viendo las dotes del Beato, le preparó adecuadamente y lo llevó al Seminario. Y en esta santa casa de la Imperial Toledo ingresó en 1923, con 12 años. Primero, en el Seminario Menor “Santo Tomás de Villanueva” y más tarde en el Mayor de San Ildefonso se distinguió ante todo por su piedad junto con su aplicación y humildad, obediencia y buen carácter, teniendo muchísimos amigos que le querían de verdad. Poseía un buen corazón y rebosando alegría destacaba por su caridad fraterna ayudando desinteresadamente y en silencio a sus compañeros si alguno lo necesitaba.

Dotado por Dios de buena inteligencia realizó con éxito académico la carrera eclesiástica. A lo largo de doce años estudió cuatro cursos de latín y humanidades, tres de filosofía y cinco de teología, con calificaciones de “benemeritus” y “valde meritus”. Poco a poco fue recibiendo las órdenes sagradas en Toledo, siendo Arzobispo y Primado de España el Sr. Cardenal Dr. D. Isidro Gomá y Tomás: la tonsura y órdenes menores las recibió los días 20, 21 y 22 de diciembre de 1934 y el subdiaconado el 16 de junio de 1935.

Por lo que nos aportan los datos y fuentes que se conservan en el Seminario Metropolitano y en el Archivo diocesano, Miguel terminó la carrera eclesiástica a su debido tiempo, es decir, en 1935, pero no pudo recibir las órdenes mayores del diaconado y presbiterado hasta pasado un año por asuntos de quintas. De este modo, librándose del servicio militar “por estrecho de pecho”, pasó casi un año en espera de ordenarse, ocupando sus días en el palacio arzobispal dedicándose a disponer adecuadamente la biblioteca del Sr. Cardenal Gomá, quien le apreciaba mucho mostrándole su afecto paternal con varios presentes de sus obras.

La Providencia quiso que el Beato Miguel fuera ordenado diacono el 8 de marzo de 1936 y ungido sacerdote de Jesucristo un mes más tarde, el día 11 de abril cuando contaba 25 años recién cumplidos. En este mundo no cumpliría un año más, lo esperaba la Virgen en el cielo en pocos meses, para que allí le ofreciera a Ella, a quien tanto amó en la tierra, las primicias de su sacerdocio bañado con el derramamiento de su sangre.

Sacerdote “in aeternum”

Aquel 11 de abril de 1936 fue el día más feliz de su vida, pues fueron colmadas todas sus aspiraciones que se resumían en una, ser todo Suyo y para siempre. Junto a Miguel, otros tres hijos de La Villa de Don Fadrique fueron consagrados sacerdotes, dos de ellos, D. Ambenio Diaz- Maroto y D. Telesforo Hidalgo también fueron martirizados y ahora se encuentran camino de los altares.
No es atrevido considerar como los piadosos fieles de La Villa prepararían gozosos, a pesar de la dificultad de los tiempos, las Misas que estos nuevos sacerdotes del pueblo celebrarían llenos de fervor. A Miguel le tocó ofrecer por primera vez el Santo Sacrificio el día 21 del mismo mes de abril, y fue allí, en el altar mayor de su Parroquia natal, y aunque le acompañaron una veintena de sacerdotes tuvo que celebrar la Eucaristía “rezada”, sin fiesta exterior, porque algunos sectores del pueblo estaban un poco revolucionados. Eso sí, al ver colmados sus anhelos celebró la Santa Misa con muchísimo fervor y alegría. Destinado por Dios al sacrificio pudo saborearlo desde sus primeros pasos sacerdotales.






Ministerio sacerdotal

Tres días antes de “cantar Misa”, el 18 de abril de 1936, recibió con sorpresa su primer nombramiento; sería coadjutor de su Parroquia natal. El Señor le quería mártir en su pueblo, en su misma casa, entre los suyos. En esta foto, de la derecha, el día que canto misa. En el centro, sentado, esta el párroco. Párroco y coadjutor serían beatificados en Roma el 28 de octubre de 2007.

Sin demora comenzó su ministerio apostólico con ardoroso celo por las almas que Dios por medio de la Iglesia le había encomendado. Para Miguel sólo hay una meta, dar la vida porque otros tengan vida abundante y con esta pureza de intención trabaja incansablemente con los jóvenes de Acción Católica, siendo amado y respetado por todos. Atiende con esmero al numeroso grupo de la juventud católica dividido en secciones femenina y masculina cuya actividad se deja notar en el pueblo por medio de conferencias, cultos, veladas teatrales, folletos y, sobre todo, con la práctica de los deberes religiosos, con retiros y ejercicios espirituales.

No menos interés muestra el Beato por el buen desarrollo de la catequesis parroquial, fomentando el aprendizaje de la doctrina católica entre los niños y jóvenes de todas las familias. Los buscaba y recogía por las calles aun siendo hijos de familias y dirigentes comunistas; en una ocasión – comenta una de sus hermanas - alguien vio como recogía a uno de estos niños y sufrió mucho al verlo, pensando que esto le acarrearía algo desagradable, pero él en ningún momento mostró acobardamiento, pues buscaba a las almas olvidándose de sí. En el confesionario pasa largas horas y a pesar de la inexperiencia los que se acercan a pedir a Dios con humildad el perdón de sus pecados advierten la intuición que como director de almas posee nuestro mártir.

Se preocupa de que nada de este mundo sea un estorbo a la acción de Dios en las almas, de tal manera que de madrugada administra la Sagrada Comunión a los que iban a los campos a trabajar de sol a sol y visita con frecuencia a los enfermos, crucificados en el dolor, siendo en todo momento el brazo derecho del párroco y mártir, D. Francisco López-Gasco y Fernández- Largo.

Los tiempos iban poniéndose muy difíciles en España para la fe católica. Se declara la segunda República en 1931 y comienza la quema de conventos, de Iglesias y la profanación de tumbas de monjas y religiosos. Los graves desordenes sociales y la confusión ideológica entre los sectores de la sociedad también se dejan notar en La Villa de Don Fadrique, hasta tal punto que en julio de 1932, tuvieron lugar los denominados “Sucesos”, con revueltas de tinte anarquista y muertes de algunas autoridades y fuerzas de seguridad que llegaron a ser noticia nacional. Desde este momento en La Villa el ambiente está crispado y aunque no hay ataque directo a la fe católica y a los cristianos hasta el comienzo de la guerra, es cierto que se vive una situación incómoda constantemente.


El 18 de julio se desata descaradamente la persecución religiosa en España y por tanto en el pueblo; cerraron la Iglesia y empiezan a encarcelar a varias personas. Miguel tiene que refugiarse en casa con las Sagradas formas que el Sr. cura párroco D. Francisco había podido sacar del sagrario de la parroquia, cuando los milicianos al llevarle a la Iglesia tuvieron un descuido. Escondido en su casa distribuía la Comunión a las aliadas y a las personas piadosas. Allí acudían en plena guerra a comulgar, a confesar y a pedir consejo.

El 3 de agosto apresaron al párroco, Beato Francisco López-Gasco, a quien asesinaron el día 9 del mismo mes. En apenas una semana se preparó al martirio de modo edificante. Refugiado en casa del sacristán D. Buenaventura Huertas, mártir también en proceso de beatificación, se disponía a la entrega de la vida reservando largas horas para la oración, incluso impartiendo meditaciones y distribuyendo la Sagrada Comunión a la familia de D. Buenaventura y a un grupo de piadosos cristianos de La Villa. Cuando le llegó el momento del sacrificio por amor a Jesucristo decía: “-Hijos, yo os perdono, matadme a mí, pero que yo sea el último”.

Pero sus intenciones eran bien distintas. El Beato se enteró del martirio del párroco, a quien profesaba gran respeto y amor filial, y estaba seguro de que pronto llegaría su turno. Aquí terminaría su dedicación a las almas libremente, se acercaba la hora del Sacrificio, de la última Misa, celebrada cuando él mismo ofreciera su vida en la cruz del martirio.

 “Que yo sea víctima, jamás traidor”. Prisión y martirio

Siendo el momento de la muerte el punto culminante de una vida martirial, bastaría para la declaración del martirio el estudio de ese momento final en sus dos aspectos: objetivo -el hecho de una muerte violenta- y subjetivo, por ejemplo el “animus” (la intención) del perseguidor o las disposiciones de las víctimas ante el martirio cristiano considerado como la aceptación voluntaria de la muerte por defender la fe de Cristo. Por eso, para probar el martirio es necesario conocer la actitud de la víctima de frente a la muerte.
 
En nuestro caso, nos consta por testimonios fehacientes que Miguel, en los días inmediatos al martirio, estaba dispuesto a afrontar la muerte y se ofrecía como víctima expiatoria. Teresa Beato, su hermana, que convivió con él durante los días inmediatos a la prisión y martirio, afirma que animaba a todos los miembros de la familia y a los fieles que buscaban en él consuelo.

Todos los días -refiere- rezaba en cruz un padrenuestro y decía: “-Que yo sea víctima, jamás traidor”. Él se dedicaba a la oración, mientras de rodillas y con los brazos en cruz rezaba: “-Señor, si necesitas mi vida para salvar a España, aquí la tienes, que yo sea víctima, jamás traidor”.

Fueron jornadas intensas cuya única ocupación del Beato era orar y prepararse para ser mártir. Se alimentaba con la lectura de las vidas de los mártires. “¡Cuántas veces nos decía -comentan sus hermanas- con una alegría indescriptible!” “¡Mirad como contestan a los verdugos!”.

Una mujer buena del pueblo que vivía muy de cerca el ambiente de los perseguidores, queriendo hacer bien a Miguel y a su familia fue a la casa y dijo a las hermanas del mártir que le dijeran a su hermano el cura que se quitara la sotana y que saliera al campo como quien va a trabajar a la era para que así no se lo llevaran y poder evitarse que le hicieran algún mal. Ante esta buena acción Miguel dijo: “-No me la quito aunque me la tiña en sangre”.

En los días en que estuvo confinado en casa de los familiares, se fue enterando del martirio del párroco y de otros desmanes de los milicianos. Cuando supo Miguel que la sotana del párroco servía de mofa para los milicianos consintió en quitársela, no sin antes haberle preparado un guardapolvos, pues él no quería quedarse como un hombre corriente, no quería verse sin su bendita sotana que le gritaba a todas horas que era sacerdote. Pero… ¡Cuánto le costó!

De la quema de las imágenes y los altares el 28 de agosto, se enteró el mártir por un monaguillo. ¡Cuánto sufrió! La ceguera y el sin sentido que promueve el odio hizo que fuera la bendita imagen del Santísimo Cristo del Consuelo, el patrono de La Villa, de las primeras en ser profanada. Así le agradecían unos pocos al Santísimo Cristo el milagro que hacía poco más de una década había realizado librando al pueblo entero de una sequía que abrasaba los campos y las viñas. Los días siguientes, los milicianos iban arrastrando por las calles trozos de las imágenes entre burlas y risas. El Beato decía: “lo mejor que se puede hacer es recogerlo todo y quemarlo para evitar tanta profanación”. Mientras tanto él oraba, se sacrificaba y ofrecía su vida al Señor.

Y comenzó la subida al Calvario. La mañana del día 5 de septiembre de 1936 fue un miliciano a casa de la familia preguntando a Mª Teresa y a Mª Dolores por su hermano, el cura. Miguel, sin titubeos salió inmediatamente y en silencio se marchó con él. Al mediodía volvió a comer a su casa y contó que lo llevaron a la Iglesia junto con otros sacerdotes hijos del pueblo y señores religiosos para que recogieran los altares y las imágenes ya rotas y echarlas a un camión para conducirlas a un descampado y allí, una vez descargadas proceder a su quema. Miguel comentando estos hechos a su familia les decía “creen que hacemos algo malo y no saben que lo mejor es quemarlas para evitar burlas y profanaciones”. Volvió por la tarde y al día siguiente, 6 de septiembre, también fue a su casa a comer, pero ese mismo día por la tarde comenzó su verdadero martirio. Su hermana Teresa comenta “ya no le vimos más”.

Como al mismo Redentor, Miguel fue sometido a un interrogatorio. Entre los milicianos hubo quien preguntó qué se debía hacer con él, a lo que el Beato se adelanta y les dice “después de trece años de carrera no hay nada que pensar”. Empiezan las preguntas y él contesta decidido, “Sí, hay Dios, creo en Dios”. Le quieren hacer blasfemar y él responde “Viva Cristo Rey”. Le ponen un trapo rojo y se mofan y burlan de él, le visten la túnica de Jesús Nazareno y un trozo de columna en los hombros (otros testigos dicen que una cruz), y de este modo, simbolizando al Señor con la Cruz a cuestas le llevan y le traen haciendo el Viacrucis por toda la Iglesia; le insultan y desprecian y exhausto cae en tierra. Y así, siendo Miguel como el juguete de aquellos hombres trascurrió la tarde. Alguien pensó organizar con él una parodia de procesión que recorriera el pueblo, incluso vistiéndose ellos con ornamentos sagrados, pero otros se opusieron. No obstante, todo su deseo era hacerle claudicar y viendo, no sólo que nada conseguían sino que Miguel estaba cada vez más firme en su fe pronunciando de viva voz “Creo” y “¡Viva Cristo Rey!”, se lo llevan a la casa del Marqués de Mudela que hacía de cárcel.

Allí le esperan varios hombres armados de palos con hierros y plomos en las puntas y formando dos filas, dejan pasar a los otros sacerdotes y compañeros, sin tocarlos. Al pasar Miguel todos los garrotes caen sobre él quien secundando al mismo Salvador guarda silencio.

Le toma el jefe de la milicia y comienza de nuevo el interrogatorio obligando al Beato a blasfemar, pero nada consigue, “¡Creo, Viva Cristo Rey!”. Todo irritado no puede más y le pone en la boca el cañón de la escopeta produciéndole un vómito de sangre y en este estado le colocan en una pocilga, siendo visitado varias veces para hacerle renegar y como nada logran, se exasperan cada vez más diciendo: “¿Va a poder él más que nosotros?”. Le obligaron a pisar el crucifijo para que ofendiera al Señor y de modo heroico y virtuoso se niega rotundamente. Le prometen llevarle a su casa y salvarle la vida si accede a lo que ellos le dicen, pero nuestro mártir manifiesta de nuevo firmeza absoluta ante sus insinuaciones.

Verdaderamente confundidos, sus verdugos no comprenden que el “curilla”, un chico tan joven, de 25 años pueda más que ellos, que no tema los golpes, los ultrajes, ni siquiera la muerte. De sus labios siempre brotaba la misma frase “¡Viva Cristo Rey!”, palabras que les endemoniaban por dentro llevándoles hasta la gran crueldad de cortarle la lengua con un cuchillo carnicero.

Un testigo, compañero de prisión de Miguel y amigo de su padre así lo refiere diciendo que fue el mártir mismo quien le hizo saber de esta crueldad cuando simulando un despiste pasó cerca de la pocilga y acercándose le dijo: “-Miguel, Miguelillo ¿qué te pasa hijo mío? Di lo que te dicen si no, te van a matar, lo dices con los labios aunque Dios sabe que tú no lo dices de verdad, Él no te lo tomará en cuenta”. Pero Miguel -cuenta emocionado este señor- alzó su vista al cielo y dijo “-No puedo”.

Este mismo señor testifica acerca del estado en que quedó el Beato después de semejantes ultrajes: “tenía la boca llena de sangre, los dientes a medio caer, la lengua cortada, estaba todo su cuerpo deshecho. Aunque medio muerto aun podía hablar y proseguir su camino”.

Al poco tiempo le llevaron la comida y se la pusieron en el lado opuesto al que ocupaba y al ver que no podía moverse le decían: “-Anda, llama a tu Dios, a ese que tanto quieres y que te la acerque. ¿Por qué no viene a ayudarte?”

Los milicianos tenían esperanza de hacerle desistir y confiaban en que al fin caería por el propio instinto de conservación, por eso no le dejan de instar y de prometer libertad. Ciertamente no lo acusaban de nada humano sino tan sólo de la terquedad en confesar sin miedo su fe en Dios. Más tarde, los verdugos dirán que ellos querían salvarle pero se ganó la muerte por no ceder.

De día y de noche, unos van y otros vienen, hasta 17 personas tienen parte en su muerte que se alarga durante tres días. Estando ya nuestro mártir rendido amaneció el día 8 de septiembre, fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen. Este mismo día al anochecer, al Beato Miguel lo sacan de la pocilga y lo conducen a empujones a otra habitación; por el camino le insultan diciendo: “-el de Cristo Rey”. Al entrar ve que le esperan dentro más hombres, quienes le vuelven a poner un crucifijo para que lo pise, pero él se resiste y al instante con un puñetazo le hacen caer al suelo.

Pasados dos días, la mañana del 10 septiembre, una señora muy buena, llamada Amparo, testigo directo del martirio de Miguel cuenta que ellos estaban cansados de pegarle y le dieron por muerto pero al oírle exclamar “-¡Ay Dios mío!” vuelven a descargar sobre su cuerpo tal lluvia de palos que ya no se le oyó nada más decir: “-¡Ay mi madre”. Era el último suspiro de un alma cuya vida terminaba en la tierra y comenzaba en el cielo recibiendo la corona que merecen los mártires del Amor Crucificado, de Jesucristo y de la Santa Iglesia Católica.

 Relicario con el cráneo del Beato Miguel Beato

Sepultura, exhumación y traslado de los restos

Según los testigos, los asesinos enterraron a Miguel en un campo llamado “La Veguilla”, cerca del pueblo, dejándole fuera una mano con el puño cerrado. Se dice que los perros se la comieron y un buen pastor al descubrir el cuerpo lo enterró mejor. De hecho, afirma Teresa Beato, hermana de Miguel, que cuando en 1939 exhumaron los restos mortales “pudimos ver claro que le faltaba la mano”. Y añade: “Estaba todo él, hecho una llaga a causa de tantos palos y golpes que le dieron (pero entero) y su hermana María Dolores, al desprenderle la ropa del costado, se manchó la mano de sangre viva”.

A los pocos días, en mayo de 1939 los restos del Beato Miguel fueron trasladados al presbiterio del altar mayor de la Iglesia Parroquial de La Villa de Don Fadrique, donde reposan actualmente.

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