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martes, 22 de noviembre de 2011

Monseñor Valentín Miserachs Grau habla en ocasión del centenario del Pontificio Instituto de Música Sacra


En este día de santa Cecilia, celestial patrona de los músicos, nada más oportuno que reproducir la brillante intervención de Mons. Valentín Miserachs Grau tratando del centenario del Pontificio Instituto de Música Sacra, del que es dignísimo presidente. La misma tuvo lugar el pasado domingo 6 de noviembre en Roma, durante la XX Asamblea General de la Federación Internacional Una Voce. Ofrecemos a nuestros lectores las versiones española e italiana y, desde estas líneas, manifestamos nuestro profundo agradecimiento a Monseñor Miserachs por su gentileza y benevolencia.


IMPLICACIONES DE UN CENTENARIO
PONTIFICIO INSTITUTO DE MUSICA SACRA (1911-2011)


El Pontificio Instituto de Música Sacra fue fundado por san Pío X en 1911. El breve pontificio Expleverunt de aprobación y laudatorio lleva la fecha del 14 de noviembre de 1911, pero las actividades habían ya comenzado el 5 de enero de dicho año con la celebración de una santa misa de impetración de gracias. Los cursos propiamente dichos dieron inicio el 9 de enero siguiente. Todo el año académico 2010-2011 ha sido dedicado a la conmemoración del centenario de la fundación de lo que se llamó inicialmente “Escuela Superior de Música Sacra”, pero que bajo el pontificado de Pío XI fue incluida entre las universidades y ateneos eclesiásticos romanos, tomando definitivamente el nombre de “Pontificio Instituto de Música Sacra”.


En el clima de renovación litúrgico-musical que caracterizó la segunda mitad del Ochocientos, en busca de las fuentes puras de la música sacra y que cristalizó en el famoso “motu proprio” de san Pío X Inter sollicitudines, se adquirió la persuasión de que no habría sido posible actuar el programa de la reforma sin escuelas de música sacra. Fue en el seno de la Associazione Italiana Santa Cecilia (AISC) en el que maduró la idea de fundar una escuela superior en Roma, lugar ciertamente el más adecuado en cuanto centro del mundo católico. Desde los primeros proyectos hasta la apertura de la escuela pasaron nada menos que ¡treinta años!


El PIMS fue concebido desde el principio –y se ha mantenido substancialmente fiel a esta vocación– como centro de alta formación especializada en las principales ramas de la música sacra: canto gregoriano, composición, dirección coral, órgano y musicología. No se trata, por lo tanto, de un conservatorio, con el estudio de los diferentes instrumentos, sino de un centro universitario específico de música sacra. Es obvio que, a la música sacra subyace la música tout court: en el curso de composición, por ejemplo, se comienza, como en cualquier conservatorio, por el estudio de la armonía, el contrapunto y la fuga, para pasar luego al de la variación, la forma sonata y la orquestación, antes de llegar a las formas exquisitamente sacras: el motete, la misa, el oratorio. El Instituto ha adherido a la Convención de Bolonia, adecuando sus propios programas y cursos a los nuevos parámetros propuestos en ella. Es en este nuevo espíritu en el que se ha instituido un bienio superior de piano, cuyo estudio, como materia complementaria, se hallaba ya ampliamente presente en nuestros cursos.


Hay que subrayar que, en el año académico apenas transcurrido, alcanzamos el máximo histórico de población escolar con 140 matrículas de alumnos provenientes de Italia en una tercera parte, mientras el resto se puede decir que proviene de los cinco continentes. Al estudio de las diferentes disciplinas hay que añadir actividades exquisitamente musicales como la hermosa temporada de conciertos (que ve mayoritariamente entre sus principales protagonistas a nuestros profesores y alumnos) y, naturalmente, en modo periódico, solemnes celebraciones litúrgicas con canto.


El PIMS no es un organismo de la Iglesia, destinado a la normativa de la música sacra (¡ojalá), sino una escuela en la cual aprender, con el estudio y con la práctica, a convertirse en levadura y ejemplo para las diferentes iglesias esparcidas por todo el orbe católico.


Para conmemorar de manera adecuada una tan feliz efeméride, se comenzó por organizar la temporada de conciertos 2010-2011 con programas especialmente exigentes y referidos al arco histórico de estos cien años, a las diferentes asignaturas de nuestra enseñanza y a los personajes que más se han distinguido en la vida del Instituto. Es de destacar la santa misa que yo mismo celebré en rito romano clásico en la iglesia de los Santos Juan y Petronio en la Via del Mascherone, precisamente el pasado 5 de enero de 2011 y tal como nuestro primer presidente, el R.P. Angelo De Santi, S.I., quiso lanzar las actividades de la naciente escuela, a saber, con el santo sacrificio oficiado “en la intimidad”, con la presencia de sólo algunos profesores y alumnos. Opté por el rito antiguo sea por fidelidad histórica como para dar una alegría espiritual a profesores y alumnos que desde hacía tiempo me pedían (y son numerosos) que de vez en cuando se celebre la santa misa en la forma extraordinaria.


En la última semana del mes de mayo tuvieron lugar los actos más importantes, a saber: la publicación de un grueso volumen que, con el título “Cantemus Domino”, recoge los diferentes y poliédricos aspectos de la historia de estos cien años; la edición de una colección de CD de música del Instituto; la celebración de un importante congreso internacional de música sacra, que contó con la participación de más de cien relatores y se cerró brillantemente con un concierto extraordinario y una solemne misa de acción de gracias. Durante el congreso, tres importantes personalidades vinculadas a la música sacra –a las que se había conferido el doctorado honoris causa, dieron sendas lecciones magistrales que fueron muy apreciadas.


Quisiera poner en relieve que el Santo Padre Benedicto XVI se hizo presente a nuestras fiestas centenarias por medio de una carta suya dirigida a nuestro gran canciller, el cardenal Zenon Grocholewski, en la cual rememoraba los méritos del Instituto a lo largo de sus cien años de historia y nos ha recordado lo importante que es para el futuro continuar labrando en el surco de la gran tradición, condición indispensable para una puesta al día que tenga todas las garantías que la Iglesia ha señalado siempre como connotaciones esenciales de la música sacra –santidad, bondad de formas (arte verdadero) y universalidad– en el sentido que pueda ser ella propuesta a todos, sin cerrarse en formas abstrusas o elitistas y mucho menos replegarse a imitaciones de banales productos de consumo.


He aquí el dedo en la llaga: la invasión en nuestras iglesias de una ola de músicas pseudo-litúrgicas verdaderamente impresentables, tanto en el texto como en la composición. Y, sin embargo, la voluntad de la Iglesia aparece claramente manifestada en las palabras del Santo Padre a las que acabo de aludir. Con expresiones similares ya se había dirigido a nosotros en el discurso que pronunció con ocasión de su visita al PIMS en 2007. Todavía está fresco en nuestra memoria el quirógrafo que el beato papa Juan Pablo II escribió el 22 de noviembre de 2003, para conmemorar el centenario del motu proprio Inter sollicitudines de San Pio X (22 de noviembre de 1903), asumiendo enteramente los principios más importantes de este documento capital, sin olvidar cuanto el concilio Vaticano II había expresado claramente en el capítulo VI de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre Sagrada Liturgia siguiendo prácticamente las huellas de aquel santo pontífice que quería que su motu proprio tuviese valor de “código jurídico de la música sacra”. Y aquí uno se pregunta: si también en nuestro tiempo la voluntad de la Iglesia es inequívocamente manifiesta, ¿cómo es que la praxis musical de nuestras iglesias se aparta en modo tan evidente de la sana doctrina?


En la raíz de todo hay varios problemas que deben ser considerados. Por ejemplo, el del repertorio. Hemos aludido a una doble dimensión: el peligro de encerrarse en un círculo restringido que querría experimentar en la liturgia nuevas composiciones consideradas de alta calidad. A propósito de esto hay que decir que la evolución del lenguaje musical hacia horizontes inciertos provoca que el disenso entre la música llamada “seria” y la sensibilidad del pueblo se haga cada vez más profundo. La música litúrgica debe ser “universal”, es decir, presentable a todo tipo de “público”. Es difícil que hoy se escriba buena música con esta característica esencial. No discuto el valor de ciertas producciones contemporáneas, incluso sacras, pero sí la oportunidad de su inserción en la liturgia: no se puede transformar el “oratorio” en “laboratorio” de experimentos.


El segundo aspecto del problema deriva de una falsa interpretación de la doctrina conciliar relativa a la música sacra. Es un hecho que la “renovación” litúrgica post-conciliar (incluyendo la falta casi total de una normativa vinculante a alto nivel) ha consentido una progresiva degradación de la música litúrgica, hasta convertirse las más de las veces en música de consumo, sobre parámetros de la música ligera más vulgar. Esta triste praxis determina no pocas veces una actitud de un agresivo rechazo hacia la verdadera música sacra, de ayer y de hoy, aunque sea sencilla pero escrita según las reglas del arte. Sólo un cambio de mentalidad y una decidida voluntad “reformadora” (que, desgraciadamente, parece todavía lejana) podrían lograr que se recupere en la Iglesia la buena praxis musical, y, con la música, la seriedad de las celebraciones, que no dejarían de atraer, a través de la belleza, a tanta gente, especialmente joven, alejada por la actual praxis imperante, propia de aficionados, falsamente popular, que ha sido erróneamente considerada –quizás hasta en buena fe– como un instrumento eficaz de acercamiento.


Sobre la capacidad de involucración de la que es capaz la buena música litúrgica quisiera añadir tan sólo lo que constituye mi propia experiencia personal. Tengo la fortuna de actuar, desde hace casi cuarenta años, como maestro de capilla de la basílica romana de Santa María la Mayor, donde todos los domingos y fiestas se celebra la santa misa capitular en latín, con canto gregoriano y polifonía y con intervención de órgano (y, en las solemnidades mayores, también con el de un sexteto de metales). Puedo asegurar que los fieles llenan las naves de la basílica y nunca faltan personas, conmovidas hasta las lágrimas, que se acercan para agradecer y que, incluso, especialmente después del canto final del himno a la Madonna Salus Populi Romani, aplauden, sin poder contener la emoción. ¡La gente está sedienta de buena música! Ésta llega directamente al corazón y es capaz hasta de obrar clamorosas conversiones.


Otro punto cardinal de la buena música litúrgica, siempre recordado por el magisterio de la Iglesia, se refiere al primado del órgano de tubos. El órgano ha sido siempre considerado como el instrumento príncipe de la liturgia romana y, en consecuencia, tenido en gran honor y estima. Ya se sabe que otros ritos usan instrumentos distintos o sólo el canto sin ninguna suerte de acompañamiento instrumental. Pero la Iglesia Romana –y también las confesiones nacidas después de la reforma luterana– ven en el órgano el instrumento privilegiado, en modo diríase exclusivo en los países latinos, en tanto en los de tradición anglosajona es frecuente en la liturgia la intervención también de la orquesta. Esto no se debe al capricho o a la casualidad: el órgano tiene raíces muy antiguas y ha salido airoso durante largos siglos en su camino de perfeccionamiento. La calidad de su sonido (producido y sostenido por el aire insuflado en los tubos, homologable al emitido por la voz humana) y la riqueza fónica que le es propia y que lo convierte en todo un mundo en sí mismo (en efecto, ¡no se trata de un sucedáneo de la orquesta!) justifican la predilección que la Iglesia nutre hacia él. No en vano el concilio Vaticano II dedica inspiradas palabras al órgano cuando dice que su “sonido puede aportar un esplendor notable a las ceremonias eclesiásticas y levantar poderosamente las almas hacia Dios y hacia las realidades celestiales”, retomando así la doctrina anterior, sea de san Pío X que del venerable Pío XII (especialmente en su espléndida encíclica Musicae sacrae disciplina. Quisiera recordar al respecto que una de las publicaciones del PIMS que ha tenido mayor y más extenso éxito es el opúsculo Iucunde laudemus, que trae los documentos más importantes del magisterio de la Iglesia en materia de música sacra. Recientemente, dado que la primera edición se halla agotada, hemos dado a la imprenta una nueva, actualizada con los últimos documentos, tanto del magisterio precedente como del magisterio del actual pontífice.


En el curso de esta rápida ojeada a los principales puntos que se hallan en la base de una buena praxis musical llega, por último, el que debería ser el primero en ser considerado, o sea: el canto gregoriano. El gregoriano es el canto oficial de la Iglesia romana, como reitera el Vaticano II. Su repertorio comprende miles de piezas: antiguas, menos antiguas e incluso modernas. Ciertamente la mayor fascinación es la de las composiciones más antiguas, que se remontan a los siglos X-XI. También en este caso nos hallamos frente a un valor objetivo, en cuanto que el canto gregoriano representa una síntesis del canto europeo y mediterráneo, emparentado con el verdadero y auténtico canto popular, incluso de las regiones más lejanas del mundo. Es un canto profundamente humano, esencial, en la riqueza y variedad de los modos, en la libertad rítmica siempre al servicio de la palabra, en la diversidad y diferente grado de dificultad de cada una de las piezas, según el sujeto al que se confía su ejecución, etc. Es un canto que ha encontrado en la Iglesia su “humus” más compatible, y que constituye un tesoro único, de inestimable valor, incluso bajo el punto de vista meramente cultural.


Por eso, el redescubrimiento del canto gregoriano es condición indispensable para devolver su dignidad al canto litúrgico. Y no únicamente como repertorio válido en sí mismo, sino también como ejemplo y fuente de inspiración para nuevas composiciones, como en el caso de los grandes polifonistas del Renacimiento, que, siguiendo los postulados del concilio de Trento, hicieron de la temática gregoriana la estructura que sostiene sus maravillosas composiciones. Si en el canto gregoriano tenemos el camino maestro, ¿por qué no seguirlo y obstinarnos, en cambio, en practicar senderos que, en muchos casos, conducen a ninguna parte? Pero para llevar a cabo este trabajo se necesita contar con personas talentosas y bien preparadas. Tal es el objeto del Pontificio Instituto de Música Sacra. Es por estos nobles ideales por los que se ha batido durante cien años y continuará haciéndolo en el futuro, en la convicción de rendir un servicio indispensable a la Iglesia universal en un campo de primerísima importancia como es el de la música sacra. De ello estaba tan convencido san Pío X que no dudó en escribir en la introducción de su motu proprio estas áureas palabras:


“Entre los cuidados propios del oficio pastoral, no solamente de esta Cátedra, que por inescrutable disposición de la Providencía, aunque indigno, ocupamos, sino también de toda iglesia particular, sin duda uno de los principales es el de mantener y procurar el decoro de la casa del Señor, donde se celebran los augustos misterios de la religión y se junta el pueblo cristiano a recibir la gracia de los sacramentos, asistir al santo sacrificio del altar, adorar al augustísimo sacramento del Cuerpo del Señor y unirse a la común oración de la Iglesia en los públicos y solemnes oficios de la liturgia. (…) Por lo que de motu proprio y a ciencia cierta publicamos esta nuestra Instrucción, a la cual, como si fuese Código jurídico de la música sagrada, queremos con toda plenitud de nuestra Autoridad Apostólica se reconozca fuerza de ley, imponiendo a todos por estas letras de nuestra mano la más escrupulosa obediencia”. Sería verdaderamente deseable que el coraje de san Pío X encontrara eco también en la Iglesia de nuestros días.


Roma, 2011

Maestro Mons. Valentino Miserachs Grau
Presidente del PIMS

Roma Aeterna

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