lunes, 13 de junio de 2011

Un crucifijo en Valencia


Traemos este artículo aparecido el 12 de junio en L'Osservatore Romano, escrito por Gil Tamayo, muy interesante, en estos tiempos, donde ya no sólo los enemigos de fuera siguen el modernismo, sino que los propios sacerdotes lo abrazan en un alarde de cercanía, que no es sino alejamiento de Dios.


El parlamento de la Comunidad Valenciana, una de las más importantes y prósperas regiones de España, inauguraba el pasado día 9 de junio una nueva legislatura y en el solemne acto de toma de posesión de los diputados se produjo un hecho cargado de un gran significado religioso y político, que ha desencadenado no pocas alabanzas y también la crítica de algún minoritario grupo radical de la izquierda: el presidente de la nueva cámara, Juan Cotino, un político del Partido Popular y de conocidas convicciones católicas, puso en la mesa presidencial de la cámara parlamentaria, junto a la Constitución y la Biblia, un crucifijo de su propiedad que le ha acompañado en los despachos que ha ocupado a lo largo de su carrera política.

Era un elocuente y valiente gesto público de manifestación de sus convicciones religiosas que el parlamentario español juzgó que no tiene que ocultar a la hora de ejercer su nueva misión de representación política. Se rompe así, con un gesto elocuente, una falsa tendencia que se ha ido instaurando en la vida pública europea sobre la naturaleza del hecho religioso en general y en especial el católico, al que en la práctica sólo se le concede carta de ciudadanía en el foro privado, en el de la intimidad o de la conciencia, o todo lo más en el espacio sagrado de los templos y de ocasionales actos de culto externos.


Fuera de ahí algunos poderosos e influyentes clanes ideológicos consideran extraña y sospechosa toda presencia pública de los católicos como tales, cuando, por otra parte, si se mira a los números, el catolicismo es la confesión religiosa mayoritaria en gran parte de Europa. En cambio, algunos grupos de no creyentes y agnósticos, aún siendo minoría en comparación con los creyentes, no tienen reparo en difundir y en alardear de su laicismo que, según ellos, les otorga una especie de "asepsia" desde la que únicamente es posible tratar la cosa pública. Pero para los católicos (¡que ni se les note que lo son!) no hay tolerancia en esta nueva “confesionalidad” imperante.


La alarma respecto a este tipo de contexto la ha lanzado repetidamente Benedicto XVI, por ejemplo al dirigirse al embajador de Croacia el pasado 11 de abril: “Algunas voces amargas niegan con asombrosa regularidad la realidad de las raíces religiosas europeas. Afirmar que Europa no tiene raíces cristianas equivale a pretender que un hombre pueda vivir sin oxígeno y sin alimento. No hay que avergonzarse de recordar y de mantener la verdad negando, si es necesario, lo que es contrario a ella”.


Cualquier necesaria afirmación de las señas de identidad católica en el ámbito social, y no digamos en el político -que no deja de reconocerse y querido por los propios católicos hoy en día como plural-, levanta en algunos sectores sospechas, recelos y la letal acusación de “fundamentalismo”. Esto ocurre incluso de forma individual hacia los católicos que, con todas los requisitos de profesionalidad y méritos propios, ocupan cargos relevantes de servicio público y no por ello renuncian a una explícita práctica cristiana, vivida con naturalidad.


Desde la óptica del laicismo muchos no entienden que la legítima autonomía del orden temporal, deseada también por los cristianos, no puede significar prescindir del recto orden moral y de la naturaleza humana. Y es ahí donde es posible y necesaria la colaboración con otras propuestas que tienen el mismo objetivo.

Pero, por desgracia, algunos ámbitos ideológicos y políticos no están muy dispuestos a aceptar que los católicos tengan una voz coherente con su fe en los asuntos públicos, en el diseño de la vida social y cultural. Fe que, por otro lado, se quiera o no, está en las raíces más fecundas de la historia y señas de identidad de Europa y ha dejado las huellas de su camino a través de la historia, como no deja de recordar Benedicto XVI.


Sin embargo, con esta práctica de un laicismo enfermo, si no se ha conseguido la marginación de Dios, al menos en algunos ambientes se está casi logrado que las convicciones religiosas no salgan a la calle, y si lo hacen, que sea en silencio.
 

Así parece percibirse como efecto en la otra parte: en la actitud de no pocos católicos que, condicionados por estas inclemencias, prefieren las puertas adentro de una religión tan privada y cómoda que no se atreven ni a imponérsela a sí mismos. Otros sólo han entendido el desarrollo de la fe en la organización interna de la Iglesia y ahí parece que está todo su crecimiento...: el mundo puede esperar, según ellos.

Pero hoy, quizá más que nunca, es necesario para los cristianos, especialmente los laicos, suplicar un nuevo Pentecostés y vivir, personal y comunitariamente, con coherencia responsable y alegre, la fe en la vida social y política, en la familia y con los amigos; en la cultura y en el arte, en el trabajo y en la diversión. Vivir una religiosidad profunda y a la vez comprometida para crear un mundo mejor y más justo; defender y proponer, especialmente en los temas más debatidos hoy, la verdadera dignidad del ser humano que sólo se esclarece plenamente a la luz de Jesucristo, el Verbo Encarnado. Se trata, en definitiva, de ser también católicos en público, en la calle; de “ir con Dios”, como se desea en el antiguo saludo.


José María Gil Tamayo

12 de junio de 2011

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