Uno de los más grandes hombres del siglo XIII y el más santo de los reyes hispánicos. Llena la primera mitad del mentado siglo, con su vida ejemplar, su intensa piedad religiosa, su prudencia de gobernante y su heroísmo de conquistador audaz. No conoció en sus empresas la derrota, ni el fracaso; siempre, al contrario, fueron coronadas por el triunfo y la gloria. Es modelo de santo seglar, de militar impertérrito, de cruzado valeroso de la fe. Meticuloso palaciego, músico, poeta, y en todo y siempre gran señor y perfecto caballero. — Fiesta: 30 de mayo. Misa propia.
Hijo de un ilegítimo matrimonio real entre Alfonso IX de León y su sobrina Doña Berenguela, que, realizado y consumado sin consentimiento de Roma, fue anulado por Su Santidad Inocencio III, aunque legitimando, no obstante, por Bula pontificia, al niño, fruto de tal enlace.
Nace en las postrimerías del siglo XII, entre los esplendores de la corte de León y crece en sus primeros años, venturosos y felices, acariciado por los cuidados de su madre, mujer virtuosa y ejemplar. Cuando apenas tiene diez años, una grave enfermedad pone su existencia en trance de muerte. Los médicos desesperan de salvarlo. Entonces la madre toma en sus brazos al pequeño, cabalga con él hasta el Monasterio de Oña, reza y llora durante toda una noche ante una imagen de la Virgen, y «el meninno empieza a dormir, et depois que foi esperto, luego de comer pedia», rezan las crónicas reales.
A los quince años, mientras es proclamado por las Cortes heredero del reino, es confirmada la anulación del matrimonio real de sus padres. Reclúyese Doña Berenguela en el Monasterio de Las Huelgas, en Burgos, donde Fernando la visitará con frecuencia.
Un accidente casual ocurrido a su tío Enrique I le hace rey de Castilla, apenas cumplidos sus dieciocho años. La verdadera heredera de la Corona de Castilla es su madre, pero en esta ocasión brillan de manera singular las grandes dotes de esta excepcional mujer: llama a su hijo junto a sí, convoca Cortes en Valladolid y se hace proclamar Reina; mas, tomando enseguida la corona que resplandece en su frente, la coloca sobre las sienes de Fernando, desconcertando con esta clarividente decisión las apetencias del monarca leonés al trono de su esposa. Poco más tarde, esta sucesión real es confirmada solemnemente en el Monasterio de Santa María de las Huelgas, donde su propia madre ciñe al hijo la espada de Fernán González, armándole caballero.
Tal real decisión no es por todos acatada. Surge conflicto con ciertos nobles, que son fácilmente vencidos. Surge otro más grave con el padre, Alfonso IX, que también, por fin, capitula, renunciando a llamarse Rey de Castilla. Es cierto que declara a Fernando desheredado del reino de León; pero llegada la hora histórica, es decir, la muerte de Alfonso, es tanta la simpatía del hijo y tan espontáneo el afecto que inspira a todos, que toma posesión de la segunda corona de un modo absolutamente pacífico, iniciando de este modo la unión definitiva de León y Castilla.
Fernando III casó dos veces: su primera esposa fue Doña Beatriz de Suabia, princesa alemana; la segunda, Juana de Ponthieu. Ambas le dieron hijos.
Como rey, tuvo la obsesión de la justicia; era amable, pero recto y firme en todos sus actos. Fue asimismo un gentil señor, en la más alta acepción de la palabra: palaciego finísimo, jinete elegante y diestro en las carreras, versado en los juegos nobles, incluso en los de salón, como el ajedrez; amante de la música y excelente cantor. Se le atribuyen algunas cantigas dedicadas a la Virgen, su gran pasión y amor desde que su madre le contara cómo le había salvado siendo niño. Fomentador de las artes todas, favoreció con esplendidez al entonces naciente estilo gótico, debiéndose a su impulso las mejores catedrales de España: Burgos, Toledo, León, Palencia...
Tuvo también las dotes de conquistador intrépido y de caudillo insigne, siempre victorioso. En este aspecto, solo puede comparársele con su consuegro Jaime el Conquistador, el gran monarca de Aragón y Cataluña. Sus campañas contra la morisma, le dieron la victoria siempre, en casi toda Andalucía y Murcia, cuyos reinos de Córdoba, Jaén, Sevilla y otros pequeños gobiernos taitas, desaparecen bajo el impulso de su espada, ensanchándose con su unión los horizontes de Castilla. Solamente Granada queda en pie, mas obligada a pagar tributo y rendir vasallaje.
Brillan en nuestro Rey Santo las tres grandes virtudes militares: la rapidez, la prudencia y la perseverancia. Cuando sus enemigos le creen muy lejos, a las márgenes del Duero, en su corte, aparece de repente ante los muros de Córdoba.
Domina el arte de sorprender y desconcertar, aprovechando todas las coyunturas políticas del adversario; organizando con estudio y parsimonia sus grandes y decisivas campañas, prolongando, si preciso es, los asedios con tal de economizar sangre.
El sitio y la conquista de Sevilla tras veinte meses de asedio, son una de las más notables empresas militares de aquellos tiempos; allí debió enfrentarse con decisión y valor enérgico hasta con el desánimo que el calor y la enfermedad producían en muchos de los suyos.
Junto a este aspecto, de militar y conquistador, que pudo haber llevado a efecto la unión total de la patria en su época, debe recalcarse su acción de gobernante, de la que apenas hacen mención los historiadores, o sea: sus relaciones con la Iglesia y los prelados; con los nobles y magnates; su administración de justicia y ejemplares relaciones con los demás reyes peninsulares cristianos; su impulso a la codificación y reforma del derecho; su protección a las artes, ciencias y para la creación de nuevos Centros y Universidades... En estos aspectos fue su reinado tan ejemplar y de subidos quilates de perfección, que sólo es comparable luego con el de la gran reina Católica.
Puede decirse, sin embargo, que Fernando supera a ésta en muchos aspectos: prudencia máxima y caballerosidad, en exceso, con sus enemigos los reyes musulmanes. Vencido su adversario, no se vuelve contra éste; guarda las treguas y los pactos, pensando quizá poder ganarlos con esta conducta para la fe cristiana. Algunos de ellos, en efecto, así evolucionan; el rey de Baeza le entrega en rehén a su hijo, y éste, convertido al cristianismo, es luego uno de los pobladores de Sevilla, sospechándose fundadamente fuera el propio rey su padrino de bautismo. Gracias a su intervención personal ante el Emir de los benimerines en Marruecos, el Papa Alejandro IV pudo enviar un legado al Sultán.
Fue, también, el verdadero creador de la marina de guerra de Castilla; e instituyó, en germen, los futuros Consejos del Reino o actuales de ministros, al designar un colegio de doce varones doctos y prudentes que le asesoraran y con quienes consultar las graves cuestiones de Estado.
En medio de sus innumerables y siempre victoriosas campañas militares y laboriosas gestiones de buen gobierno, brilla con singular esplendor su piedad intensa y ferviente devoción a la Virgen María.
Considerábase caballero de Dios, llamábase siervo de Santa María y tenía a grande honor el título de Alférez de Santiago. Llevaba siempre consigo una pequeña imagen de la Virgen, en el arzón de su montura, cuando cabalgaba; a la cabecera de su cama, mientras dormía; ante la cual pasaba largas horas arrodillado, en los momentos más difíciles.
La entrada y conquista de Sevilla no fue, según nuestro Santo, triunfo del conquistador, sino merced especial de Santa María, y a gloria suya se dedicó el cortejo: las naves de Ramón Bonifaz cubrían el río engalanadas y empavesadas; brillaban las armaduras de los guerreros al reluciente sol andaluz y resonaban los himnos sagrados, mientras, cerrando la marcha y en carroza triunfal, adornada con joyas, tapices y brillantes, iba la Virgen victoriosa, porque «grandes mercedes e honras e bienandanzas —diría el rey luego—, nos fizo et mostró Aquel que es comienzo e fuente de todos los bienes, non por los nuestros merescimientos mas por la sua gran bondad, e por los merescimientos de Cristo, cuyo caballero somos, e por los ruegos de Santa María, cuyo siervo nos somos».
Fernando III de Castilla fue un santo rey, que alcanzó las cumbres más altas de la perfección, santificando las menores acciones de su vida y dedicando a la piedad y devoción mariana más intensa y ferviente todo momento y ocupación.
Al terminar la Cruzada y Reconquista con la entrada triunfal en Sevilla, mientras una primera expedición castellana pone pie en África y nuestro rey planea el paso del estrecho y asentamiento definitivo en aquel continente, cae herido de muerte, por agotamiento de pesares y trabajos continuados.
Al saber próximo su fin e imitando a los grandes penitentes, postrado sobre un montón de cenizas, con una soga al cuello, pide perdón a todos los presentes, dando sabios consejos a su hijo y deudos, con la candela encendida en la mano.
Un resplandor celeste ilumina ya su rostro. «El tránsito de San Fernando, dice Menéndez y Pelayo, oscureció y dejó pequeñas todas las grandezas de su vida”.
Tal fue la vida exterior y la santa muerte del más grande de los reyes de Castilla, «atleta y campeón invicto de Jesucristo», según los Papas Gregorio IX e Inocencio IV. «De la vida interior —volvamos a Menéndez y Pelayo— ¿quién podría hablar dignamente sino los ángeles, que fueron testigos de sus espirituales coloquios y de aquellos éxtasis y arrobos que tantas veces precedieron y anunciaron sus victorias?»
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