Presentamos la traducción realizada por el blog hermano La Buhardilla de Jerónimo de la bellísima homilía pronunciada por el Arzobispo Vincent Nichols en la Santa Misa de Ordenación sacerdotal de los -padres John Broadhurst, Andrew Burnham y Keith Newton, primeros miembros del Ordinariato Personal de Nuestra Señora de Walsingham.
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Son muchas las ordenaciones que se han llevado a cabo en esta Catedral durante los 100 años de su historia. Hoy estamos ante una ocasión singular, que marca un nuevo paso en la vida y la historia de la Iglesia Católica. Acaba de ser anunciado, esta mañana, el establecimiento del primer Ordinariato Personal bajo la provisión de la Constitución Apostólica “Anglicanorum Coetibus”. Por esto saludo a John Broadhurst, a Andrew Burnham y a Keith Newton, que son los primeros sacerdotes del Ordinariato de Nuestra Señora de Walsingham. En particular, ofrezco mis oraciones y mejores deseos a Keith, elegido por el Santo Padre para ser el primer ordinario.
Se trata, ciertamente, de un momento histórico. Con estas primeras palabras, os doy una calurosa bienvenida, Keith, Andrew, John. Tenéis un pasado distinguido, lleno de logros auténticos. ¡Ahora, tenéis por delante un futuro importante y demandante! Al daros la bienvenida, reconozco plenamente las exigencias del viaje que habéis emprendido junto con vuestras familias, viaje que incluye sus muchos años de reflexión y oración, de dolorosos malentendidos, conflicto e incertidumbre. Quiero, en particular, reconocer vuestra dedicación como sacerdotes y obispos de la Iglesia [anglicana] de Inglaterra y afirmar lo fructuoso de vuestros ministerio.
Agradezco a tantos miembros de la Iglesia [anglicana] de Inglaterra que han reconocido vuestra sinceridad e integridad al emprender este viaje, y que os han asegurado sus oraciones y buenos deseos. El primero entre ellos es Rowan, arzobispo de Canterbury, con su visión característica y su generosidad de corazón y de espíritu.
Por supuesto que este viaje incluye una triste despedida de amigos. También somos concientes de esto, y esto fortalece la calidez de nuestra bienvenida.
Fue John Henry Newman, lo sabemos, quien habló emotivamente de esta “triste despedida de los amigos”. Agradecemos a nuestro Santo Padre, el Papa Benedicto XVI, por poner este Ordinariato no sólo bajo la protección de Nuestra Señora de Walsingham, sino por darle también, como patrono, al Beato John Henry Newman.
En septiembre, en el Lambeth Palace, el Papa Benedicto dijo: “En la figura de John Henry Newman, celebramos a un pastor, cuya visión eclesial creció con su formación anglicana y maduró durante sus muchos años como ministro ordenado en la Iglesia de Inglaterra. Él nos enseña las virtudes que exige el ecumenismo: por un lado, seguía su conciencia, aún con gran sacrificio personal; y por otro, el calor de su constante amistad con sus antiguos compañeros le condujo a investigar con ellos, con un espíritu verdaderamente conciliador, las cuestiones sobre las que diferían, impulsado por un profundo anhelo de unidad en la fe” (Lambeth Palace, 17 de septiembre de 2010).
Luego, hablando en Roma el 20 de diciembre, el Papa Benedicto reflexionó sobre el Cardenal Newman y dijo las siguientes palabras, palabras que son de relevancia y de esperanza para hoy:
“El camino de las conversiones de Newman es un camino de la conciencia, no un camino de la subjetividad que se afirma, sino, por el contrario, de la obediencia a la verdad que paso a paso se le abría. Su tercera conversión, la del Catolicismo, le exigía abandonar casi todo lo que le era querido y apreciado: sus bienes y su profesión; su título académico, los vínculos familiares y muchos amigos. La renuncia que la obediencia a la verdad, su conciencia, le pedía, iba más allá. Newman fue siempre consciente de tener una misión para Inglaterra. Pero en la teología católica de su tiempo, su voz difícilmente podía ser escuchada... En enero de 1863 escribió en su diario estas frases conmovedoras: «Como protestante, mi religión me parecía mísera, pero no mi vida. Y ahora, de católico, mi vida es mísera, pero no mi religión». Aún no había llegado la hora de su eficacia. En la humildad y en la oscuridad de la obediencia, él esperó hasta que su mensaje fuera utilizado y comprendido. Para sostener la identidad entre el concepto que Newman tenía de conciencia y la moderna comprensión subjetiva de la conciencia, se suele hacer referencia a aquellas palabras suyas, según las cuales – en el caso de tener que pronunciar un brindis –, él habría brindando antes por la conciencia y después por el Papa. Pero en esta afirmación, «conciencia» no significa la obligatoriedad última de la intuición subjetiva. Es expresión del carácter accesible y de la fuerza vinculante de la verdad: en esto se funda su primado. Al Papa se le puede dedicar el segundo brindis, porque su tarea es exigir obediencia con respecto a la verdad” (10 de diciembre de 2010).
Hoy agradecemos al Santo Padre por el valiente liderazgo que ejerce al establecer el primer Ordinariato Personal. Sus intenciones son claras. Se trata, como él ha dicho, de “un gesto profético”. Busca contribuir a la meta mayor, la unidad visible entre nuestras dos Iglesias, ayudándonos a conocer en la práctica cómo nuestros patrimonios de fe y de vida pueden fortalecernos mutuamente en nuestra misión hoy. En el Oscott College, el Santo Padre dijo a los obispos: “(El Ordinariato) nos ayuda a fijar nuestra atención en el objetivo último de toda actividad ecuménica: la restauración de la plena comunión eclesial en un contexto en el que el intercambio recíproco de dones de nuestros respectivos patrimonios espirituales nos enriquezca a todos”.
La unidad visible de la Iglesia, entonces, es un tema central en nuestros pensamientos hoy. Se trata, por cierto, de algo que nunca fue ajeno al corazón de San Pablo, como él mismo lo expresa en su Carta a los Efesios y, poco antes, en su Carta a los Filipenses. Su apelación es rotunda: creer en Cristo como el Señor, tener parte en un mismo Espíritu, dar culto al único Padre, crea una unidad que debe ser continuamente resguardada por la práctica de la humildad, de la amabilidad, de la paciencia y del amor. En la Carta a los Filipenses es más explícito acerca de las actitudes y los comportamientos que amenazan esta unidad: la ambición egoísta del poder asociado a los oficios, la búsqueda de aprobación personal o prestigio, el centrar la atención en la propia importancia en un espíritu competitivo, todo esto nos aleja de “los pensamientos de Cristo Jesús” (cf. Flp 2,1-5).
La historia muestra que él estaba en lo correcto. Estos patrones de error marcan nuestras historias. También encuentran expresión en la vida de cada uno de nosotros hoy. Por esto pedimos perdón por nuestras faltas y buscamos renovar en nosotros mismos aquellos pensamientos del mismo Cristo Jesús.
La búsqueda de la unidad visible de la Iglesia permanece hoy un imperativo. En ésta, es crucial el rol del sucesor de San Pedro. El Papa Benedicto lo expresó así en la Abadía de Westminster: “La fidelidad a la palabra de Dios, precisamente porque es una palabra verdadera, nos exige una obediencia que nos lleve juntos a una comprensión más profunda de la voluntad del Señor, una obediencia que debe estar libre de conformismo intelectual o acomodación fácil a las modas del momento. Ésta es la palabra de aliento que deseo dejaros esta noche, y lo hago con fidelidad a mi ministerio de Obispo de Roma y Sucesor de San Pedro, encargado de cuidar especialmente de la unidad del rebaño de Cristo” (Abadía de Westminster, 17 de septiembre de 2010).
El ministerio del Papa en pro de la unidad visible de la Iglesia es central para la fe de la Iglesia Católica. Es central para la fe de aquellos que entran en la comunión plena en este Ordinariato. Es central para la bienvenida, aliento y apoyo que la comunidad católica en Inglaterra y Gales da a este desarrollo y a todos aquellos que buscan ser parte de él.
En su Carta a los Efesios, San Pablo habla de la variedad de dones dado a la comunidad de creyentes. Al tiempo que reconocemos esta variedad, en esta Misa nos centramos, particularmente, en el don del sacerdocio ordenado dentro de la Iglesia Católica. Es un sacerdocio que toma y recibe su forma, su propósito y su experiencia, de la Cruz de Cristo, la gran Cruz sobre nosotros, a la que se refirió tan emotivamente el Papa Benedicto. A través de este sacerdocio ordenado, el único y mismo Sacrificio de Cristo se hace real en el altar, y se ofrece nuevamente al Padre Eterno. Se hace presente como el sacramento de nuestra salvación. Esta Misa, cada Misa, es al mismo tiempo la oración de Cristo y la oración del Cuerpo de Cristo, Su Pueblo. Por medio de ella, Cristo constituye a la Iglesia nuevamente, cada día, tanto en Sí mismo como en su unidad visible en el mundo. Es éste el trabajo del sacerdocio ordenado – la constitución diaria de la Iglesia – y es un don inestimable y un servicio por el que damos gracias a Dios constantemente. A este único Sacrificio acercamos nuestros propios pequeños sacrificios, las pérdidas y dificultades que afrontamos entre nuestros fracasos y pecados, en medio de nuestra búsqueda de la verdad y del amor, a través del tiempo. Todo es ofrecido al Padre en un único sacrificio de alabanza, para convertirse en medio de nuestra salvación.
En el pasaje del Evangelio de San Juan que hemos leído hoy, hemos escuchado una vez más acerca de la aparición de Cristo Resucitado a Sus discípulos. En aquel momento, Él les dio los frutos de Su triunfo sobre la muerte: el perdón de los pecados y el don de la paz. En esto también descubrimos el trabajo del sacerdocio ordenado: pronunciar con confianza el perdón de Dios y dar la paz a un alma atribulada y a un mundo atribulado.
A este servicio, a este ministerio, le damos hoy la bienvenida a nuestros tres sacerdotes hoy. Pero debemos estar atentos a las palabras del Evangelio. Al entregar estos dones, el Señor Resucitado emplea también un gesto elocuente: les muestra Sus manos y Su costado.
Les muestras Sus heridas. La misión que reciben, la misión de reconciliación, proviene de las heridas de Cristo. Ésta es la misión que compartimos, y en cada Misa contemplamos una vez más el Cuerpo herido, lastimado del Señor Resucitado. Nuestra misión se caracteriza por este carácter: se trata de una misión a un mundo herido; una misión confiada a una Iglesia herida; llevada a cabo por discípulos heridos. Las heridas del pecado son cosa nuestra. Las heridas de Cristo, aunque somos nosotros mismos los que las causamos, son también nuestro consuelo y fortaleza.
La primera en ser testigo de estas heridas, la primera, quizá, en descubrir su verdadero significado, fue María, la Madre de Jesús. Al pie de la Cruz, ella fue testigo de estas heridas. Teniendo en brazos Su Cuerpo muerto, ella habrá sido marcada por la Sangre que brotó de esas heridas. Ahora ella mira a nuestros nuevos sacerdotes desde el otro lado de la Catedral, en frente del Crucifijo que está sobre mí. María siempre nos lleva ante Su Hijo, y nos lo presenta a nosotros como nuestra esperanza y salvación. En ningún otro lugar lo hace con más gracia y elegancia que en la imagen de Nuestra Señora de Walsingham. Siendo que este Ordinariato, su Ordinariato, comienza a existir, confiémosle los trabajos para que desempeñe su misión.
Nuestra Señora de Walsingham, ruega por nosotros.
Beato John Henry Newman, ruega por nosotros.
Amén.
Arzobispo Vincent Nichols
Presidente de la Conferencia Episcopal de Inglaterra y Gales
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