sábado, 29 de enero de 2011

Cardenal Piacenza: El celibato sacerdotal según Pío XI



Por su indudable interés, ofrecemos por entregas, la intervención del cardenal Mauro Piacenza, Prefecto de la Congregación para el Clero, que Zenit está publicando, pronunciada el pasado lunes 24 de enero en las Jornadas Sacerdotales celebradas en Ars (Francia) sobre el celibato sacerdotal.

La intervención del cardenal Piacenza, realizada desde Roma en conexión en directo con el encuentro, lleva por título: “El celibato sacerdotal: fundamentos, alegrías, desafíos... Las enseñanzas del Papa sobre el tema: de Pío XI a Benedicto XVI”.


Venerados hermanos en el Episcopado,

Queridísimos sacerdotes y amigos todos,

Estoy muy contento de intervenir en vuestro Coloquio utilizando las más modernas tecnologías de la comunicación. Esta intervención pretende expresar ante todo la más profunda estima y mi aliento personal y el de la Congregación para el Clero hacia los organizadores del Coloquio, por el tema que se ha elegido, de lo más oportuno, y sobre todo porque éste tiene lugar en el lugar que vio la obra de san Juan Maria Vianney, modelo acabado de Sacerdocio ministerial e imagen de continua referencia también para los sacerdotes de nuestro tiempo.

El tema que se me ha asignado es muy específico y se refiere a las enseñanzas de los Papas sobre el Celibato sacerdotal, desde Pío XI a Benedicto XVI. Desarrollaré la presente intervencion examinando algunos de los documentos más significativos de estos Pontífices, mostrando la actualidad de sus enseñanzas y trazando algunas líneas de síntesis que espero sean útiles para transfundir, de hecho, en la formación eclesiástica.

La enseñanza de los Pontífices desde Pio XI a Benedicto XVI

Para mantenerme en los tiempos que me han asignado, he decidido examinar sólo los documentos más significativos de los Pontífices y, especialmente, algunas Encíclicas, que, al respecto, resultan particularmente relevantes.

1. Pío XI y la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii

Está históricamente demostrada la verdadera y auténtica pasión del Santo Padre Pío XI por las vocaciones sacerdotales y su incansable actuación para la edificación de Seminariosm en todo el orbe católico, en los que pudiesen recibir una formación adecuada los jóvenes que se preparaban al ministerio sacerdotal.

Dentro de este marco debe comprenderse adecuadamente la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii del 20 de diciembre de 1935, promulgada con ocasión del 56° Aniversario de la Ordenación sacerdotal de ese Pontífice. La Encíclica se compone de cuatro partes, las dos primeras dedicadas más específicamente a los fundamentos, desde el título 1. “La sublime dignidad: Alter Christus” y 2. “Brillante ornamento”, mientras que la tercera y la cuarta son de carácter más normativo-disciplinar y concentran su atención en la preparación de los jóvenes al Sacerdocio y en algunas características de su espiritualidad.

De particular interés para nuestro tema es la segunda parte de la Encíclica, que dedica un párrafo entero a la castidad. Este además se coloca, en la segunda parte, después del párrafo que habla del sacerdote como “imitador de Cristo” y el dedicado a la “piedad sacertotal”, mostrando de este modo cómo la concepción de Pío XI era – como la Iglesia ha considerado siempre – la de carácter ontológico-sacramental. De ella deriva la exigencia de la imitación de Cristo y de la excelencia de la vida sacerdotal, sobre todo en orden a la santidad. Afirma de hecho la Encíclica: “ el sacrificio eucarístico, en el que se inmola la Víctima inmaculada que quita los pecados del mundo, muy particularmente requiere en el sacerdote vida santa y sin mancilla, con que se haga lo menos indigno posible ante el Señor, a quien cada día ofrece aquella Víctima adorable, no otra que el Verbo mismo de Dios hecho hombre por amor nuestro”, y también “puesto que el sacerdote es embajador en nombre de Cristo (cf. 2Cor 5,20), ha de vivir de modo que pueda con verdad decir con el Apóstol: 'Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo' (cf. 1Cor4,16;11,1), ha de vivir como otro Cristo, que con el resplandor de sus virtudes alumbró y sigue alumbrando al mundo”.

Inmediatamente antes de hablar de la castidad, casi como subrayando su vínculo inseparable, Pío XI pone de manifiesto la importancia de la piedad sacerdotal, afirmando: “Nos hablamos de piedad sólida: de aquella que, independientemente de las continuas fluctuaciones del sentimiento, está fundada en los más firmes principios doctrinales, y consiguientemente formada por convicciones profundas que resisten a las acometidas y halagos de la tentación”. De estas afirmaciones se ve con claridad que la comprensión misma del Sagrado Celibato está en estrecha y profunda relación con una buena formación doctrinal, fiel a la Sagrada Escritura, a la Tradición y al ininterrumpido Magisterio eclesial, y a un ejercicio auténtico de la piedad, que nosotros llamamos hoy “vida espiritual intensa”, resguardandola tanto de las desviaciones sentimentales, que a menudo degeneran en el subjetivismo, como de las racionalistas, también muy difundidas, que producen un criticismo escéptico, muy alejado de un sentido crítico inteligente y constructivo.

La castidad, en la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii, está definida como “íntímamente unida con la piedad, de la cual le ha de venir su hermosura y aun la misma firmeza”. De la misma hay un intento de justificación racional, según el derecho natural, en la afirmación: “Aun con la simple luz de la razón se entrevé cierta conexión entre esta virtud y el ministerio sacerdotal. Siendo verdad que Dios es espíritu, bien se ve cuánto conviene que la persona dedicada y consagrada a su servicio en cierta manera se despoje de su cuerpo”. A esta primera afirmación, que a nuestros ojos hoy resulta más bien frágil, y que, en todo caso, vincula la castidad a la pureza ritual y, en consecuencia, excluiría su permanencia, ligándola a los tiempos de los ritos del Culto, hace a continuación el reconocimiento de la superioridad del sacerdocio cristiano respecto tanto del sacerdocio del Antiguo Testamento, como a la institución sacerdotal natural propria de cualquier tradición religiosa.

La Encíclica, en este punto, pone en el centro de la reflexión la propia experiencia del Señor Jesús, entendida como prototípica para todo sacerdote. Afirma de hecho: “El gran aprecio en que el divino Maestro mostró tener la castidad, exaltándola como algo superior a las fuerzas ordinarias, […] era casi imposible que no hiciera sentir a los sacerdotes de la Nueva Alianza el celestial encanto de esta virtud privilegiada, aspirar a ser del número de aquellos que son capaces de entender esta palabra (cf. Mt 19,11)”.

Es posible, en estas afirmaciones de la Encíclica,notar una cierta complementariedad entre la intención de fundar la castidad sacerdotal en la exigencia de pureza cultual, y la más amplia, y hoy mayormente comprendida, exigencia de presentarla como imitatio Christi, vía privilegiada para imitar al Maestro, que vivió ejemplarmente de manera pobre, casta y obediente.

Pío XI no descuida, por otro lado, citar los pronunciamientos dogmáticos que se refieren a la obligación de la castidad, y en particular el Concilio de Elvira y el segundo Concilio de Cartago, que, aunque en el siglo IV, atestiguan con obviedad una práxis muy anterior, consolidada, y que por tanto puede ser traducida en ley.

Con un acento extraordinariamente moderno, en el sentido de inmediatamente accesible a nuestra mentalidad, la Encíclica habla de la libertad, con la que se acoge el don de la castidad, afirmando: “Por su libre voluntad hemos dicho: como quiera que, si después de la ordenación ya no la tienen para contraer nupcias terrenales, pero las órdenes mismas las reciben no forzados ni por ley alguna ni por persona alguna, sino por su propia y espontánea resolución personal”. Podríamos deducir, en respuesta a algunas objeciones contemporáneas, sobre una presunta obstinación de la Iglesia en imponer a los jóvenes el Celibato, que el Magisterio autorizado de Pío XI, lo indicaba como resultado de la libre acogida de un carisma sobrenatural, que nadie impone, ni podría imponer. Al contrario la norma eclesiástica se entiende como la decisión de la Iglesia de admitir al sacerdocio sólo a aquellos que han recibido el carisma del Celibato y que, libremente, lo han acogido.

Si bien es legítimo sostener que, según el clima de la época, el fundamento del Celibato eclesiastico en la Encíclica Ad Catholici Sacerdotii de Pío XI se pone en razones, aunque válidas, de pureza ritual, no menos es posible reconocer en el mismo texto una importante dimensión ejemplar tanto del Celibato de Cristo, como de Su libertad, que es la misma a la que son llamados los sacerdotes.

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